9.06.2006

Irene

Mis primeros meses como hijo pródigo fueron bastante tranquilos. Si han escuchado aquella canción de la cuenta que "no da ná", donde un carajo le reclama a su mamá todo lo que ha hecho por ella y ella le tumba la insubordinación recordándole hasta la primera fiebre que le curó desvelándose toda la noche, ya saben a qué me refiero. En mi adolescencia había sido como todo chamo normal un chamo rebelde, y la rebeldía me duró más tiempo del prudente así que el reencuentro con Madre me sirvió entre otras cosas para sopesar los verdaderos valores de la vida.

Madre se desvivía por complacerme y supongo que era su forma de curar mis heridas. Cuando me levantaba en la mañana me daba un baño y me iba directo a la mesa donde sabía que ya tenía una rueda'e camión esperándome. Salía a patear la calle en busca de los tigres salvadores que me permitieran pasarle algo a Madre y resolver algunos de mis asuntos. Nunca era suficiente pero ¿a quién el dinero le ha sido suficiente alguna vez?

Todos los sábados la casa se llenaba de gente. Venían parientes que yo ni conocía. La excusa semanal era fija: el campeonato familiar de dominó, una actividad deportiva a la que la familia materna tanto como la paterna se dedicaba cada vez que podía desde tiempos inmemoriales. Ya para entonces como conté antes, Madre era chavista y ella y mi tía Charito cumplían cada semana con el ritual de encerrarse en el cuarto a comentar las últimas noticias de la contienda electoral, como ellas mismas pomposamente llamaban a la campaña.

Así aunque yo quisiera evitarlo, cada semana la casa se volvía una ensalada de dominó, cervezas y política. Yo que nunca me interesé en el último rubro me vi enfrascado en encendidas discusiones sobre la cagada que habían puesto los partidos tradicionales y la que habíamos puesto nosotros al encasquetar en la silla al anciano parkinsónico de Caldera. Pero a diferencia del resto de mis parientes quienes se dividían entre Chávez y Salas Römer, yo seguía en mis trece de que Irene era el hombre.

Un día se anunció que Irene venía al estado y el Vitico, mi pana de toda la vida y que toda la vida había estado metido en política (pero en el lado de los fracasados...), me dijo que él estaría en el camión. ¿Qué camión, chico?, le pregunté. El camión en el que Irene va a recorrer el estado pues. ¡Sacrilegio! ¿Cómo van a montar a la miss de las misses en un camión? El Vitico ponía cara de entendido y me razonaba la vaina: Irene viene de ser la alcaldesa Barbie, hay que disfrazarla de pueblo.

Disfrazado de pueblo con una cachucha (prenda que jamás en mi vida había usado por chaborra) me paré en la esquina donde el Vitico me dijo que era segurito que pasaba el camión. Había un gentío esperando y yo empezaba a contagiarme de la emoción general. De pronto se escuchó un cornetero y los carros se apartaron como el Mar Rojo. El camión venía y venía con Irene encandilando de amarillo a los mortales. Vitico venía al lado con una franela que tenía estampada la cara de la Reina y sonreía como si fuera él el candidato. No me lo podía creer cuando el camión se detuvo justo frente a mí. Aunque más correcto sería decir que el mundo se detuvo cuando el camión pasó e Irene nos regó obscenamente con su belleza infinita. Casi me meo cuando la Reina posó sus ojos sobre este pobre súbdito que ese día decidió que sí, que de verdad votaría por ella, antes de que el camión arrancara dejándonos envueltos en una nube de divino smog.

Pero como ya sabemos la vaina se jodió un poco más adelante. AD, Copei y hasta Pedroza la cagaron. La Reina se alió con aquel mierdero y aunque yo no dejaba de apoyarla así se aliara con Barrabás, el resto de los votantes no pensó lo mismo. Poco a poco la Reina pasó del primerísimo primer lugar en las encuestas al lugar que normalmente se conoce como la retaguardia de la ambulancia. Terminó ganando ya saben quién y tanto Madre como mi tía Charito y el ala chavista de la familia (que con cada día crecía y crecía) me montaron un chaleco mortífero que duró semanas.

No hay comentarios: